Samuel Hahnemann, su vida, sus ideas. Cap.I – Meissen
Samuel Hahnemann, su vida, sus ideas.
Tesis de doctorado en medicina del Doctor Georges Thouret Presentada por el Dr. Robert SérorTraducción del Dr. Ricardo Prebisch Extraído de la web homeoint.org
Capítulo I. Meissen
“Buen Dios, que es la bondad, la sabiduría misma. Debe haber un medio creado por él para ver las enfermedades bajo su verdadero punto de vista y de curarlas con certeza….”.
S.Hahnemann
Hacia el comienzo del siglo XVIII, Alemania estaba dividida en un número infinito de condados, ducados y principados que eran verdaderos reinados en miniatura.
A la manera de los grandes reyes, los pequeños príncipes alemanes querían tener su corte, su teatro, sus palacios.
El duque de Sajonia Mersebourg había elegido como lugar de residencia de verano el bello poblado de Lauchstedt, situado en el límite entre Sajonia y Turingia, cerca de Halle-sur-Saale.
Su situación pintoresca, sus verdes colinas, su vida simple y rural, y la presencia de un príncipe, atraían a la nobleza de la provincia.
Durante la estación cálida, el pueblo se animaba y devenía en un círculo elegante, sobrio y refinado. Algunos años más tarde, esta encantadora ciudad se transformó en un verdadero centro de atracción. Ciertas familias de la pequeña nobleza se establecieron en ella en razón de su vida poco costosa y tranquila.
Goethe, el genial filósofo, pasó varios veranos en medio de un círculo de intelectuales. La corte ducal, atraía también a artesanos que buscaban trabajo quienes arribaban a Lauchstedt en número más o menos grande según el esplendor de la corte y el estado de las finanzas del príncipe.
Una familia Hahnemann, inmigrante como otras, vino a instalarse en Lauchstedt en esa época. El registro parroquial del pueblo menciona este nombre en 1707 en ocasión de un bautismo.
Otras inscripciones le siguen, la última con este apellido data de 1733. Dos Hahnemann vivian en este país a comienzos del siglo, hermanos, seguramente, y casados ambos: Uno, Christian Hahnemann, en nombre del cual están inscriptos dos bautismos, y el otro, Christofe Hahnemann, cuyo nombre está acompañado siempre de la inscripción “el pintor”.
Siguiendo el registro, este último tuvo siete hijos, tres varones y cuatro niñas. Su segundo hijo varón ( y quinto hijo), Christian-Gottfriedt, nacido en 1720, es quien será el padre de Samuel Hahnemann.
Las Actas de bautismo muestran que los padrinos y madrinas de los niños pertenecian a la alta sociedad del país; es presumible, por consiguiente, que la familia Hahnemann fuera de condición acomodada.
Ninguna información nos llega hasta nuestros días respecto a la juventud de Christian-Gottfriedt; se piensa que vivió con su familia hasta su adolescencia y que su padre, “el pintor”, debió iniciarlo en su arte.
En 1733 los Hahnemann desaparecen de Lauchstedt y se pierde de vista a Christian-Gottfriedt.
Los pequeños príncipes alemanes de aquella época se celaban entre sí, rivalizaban en la ostentación y trataban,vanamente, de imitar las suntuosidades de la corte francesa.
Su prodigalidad imprudente comprometía gravemente el estado de sus finanzas y, por todos lados, buscaban nuevas fuentes de riqueza para cubrir el creciente déficit de sus presupuestos.
La necesidad engendra audacia, se dice, y es así que los príncipes pensionaban a alquimistas, sabios y “buscadores que prometían el hallazgo de la piedra filosofal”.
Antes de la era de la química, ellos soñaban con la transmutación.
Auguste Le Fort, elector de Sajonia, había encargado a un tal Boëtger la fabricación de oro. De sus misteriosos crisoles, el metal mágico no brotaba, pero sus trabajos, si bien no alcanzaron su objetivo, no fueron infructuosos: buscando oro descubrió la porcelana.
El procedimiento fue explotado. Una fábrica se instaló en el castillo del príncipe de Meissen, en Sajonia, cuyas porcelanas son, incluso en nuestros días, universalmente famosas.
Durante quince años se perdió la huella de Christian-.Gottfriedt y recién la reencontramos en Meissen en 1748, siendo el pintor de las manufacturas de la fábrica.
Las disposiciones artísticas del padre fueron transmitidas al hijo, las lecciones del “pintor” dieron sus frutos e hicieron de Christian-Gottfriedt un artísta hábil y justamente apreciado.
Su naturaleza seria, el apego a su arte, la austeridad de su moral, lo incitaron a crear un hogar. En 1748 se casó con la hija de un sastre del rey en Dresde, Jeanne Eléonore Deeren.
Diez meses más tarde, un embarazo gemelar tuvo un final trágico, la joven mujer murió el día en que dio a luz dos niñas que tampoco vivieron.
La viudez de Christian-Gottfriedt no fue larga. Se volvió a casar en noviembre de 1750 con la hija de un capitán del duque de Sajonia-Weimar, Juana Cristina Spiess que fue la madre de Samuel Hahnemann.
De carácter muy dulce, amaba por igual a todos los suyos, pero su preferencia se inclinaba hacia el más brillante de sus hijos.
La manufactura estaba en plena prosperidad. Christian-Gottfriedt, artista de valor, era bien remunerado. Adquirió una casa en el centro de la ciudad, espaciosa, alegre, ampliamente iluminada, que se encontraba situada en la esquina de la calle Nueva del Mercado y la calle de la Carnicería.
Era una vivienda simple pero casi burguesa, con sus dos pisos que dominaban el vecindario. El joven matrimonio tenía ya una hija, Charlotte, un primer hijo muerto de corta edad, y un segundo hijo que nacía justamente antes de la medianoche del 10 de abril de 1755: Christian Frédéric Samuel Hahnemann.
Nada queda en nuestros días de la antigua vivienda blanqueada a la cal; sólo un busto de Hahnemann, colocado luego de su muerte, recuerda el lugar de nacimiento de este reformador de la medicina.
Hasta su adolescencia, el joven Samuel evolucionó en la pequeña ciudad de Meissen. Estaba orgulloso de su país natal y, en sus paseos, admiraba el castillo de los duques de Sajonia, dominan
Era un antiguo fuerte de la edad media que había protegido varias veces a la ciudad contra los ataques de los eslavos belicosos venidos del este. Ahora, restaurada, ella abrigaba la fábrica de porcelana. Al lado de ella, se levantaba la escuela principesca de Saint-Afra, orgullo de Meissen.
Mauricio de Sajonia (hijo natural de Augusto II, elector de Sajonia, y de la bella Aurora de Kônigsmark), en la primera mitad del siglo XVIII, había confiscado los bienes del monasterio de Saint-Afra y había instalado allí una escuela donde la joven nobleza de la provincia se iniciaba en las letras y en los buenos modales.
A pesar de sus orígenes modestos, Hahnemann, cuyo valor fue presentido muy temprano, tuvo el privilegio de seguir sus estudios en este colegio como alumno y como maestro.
Una cierta independencia se manifestó precozmente en el niño. Amaba los paseos solitarios, recorría las laderas, las planicies, los bosques, los bordes del Elba. Su amor por la naturaleza se desarrollaba en él al mismo tiempo que su inclinación a la meditación.
Aprendió a observar y a pensar. Desde muy joven se enamoró de su Sajonia natal, de la que conservaría un recuerdo nostálgico, más tarde, durante sus lejanas peregrinaciones.
Otra influencia se ejerció temprano en el niño: la de su padre. Era éste un hombre de una natural ternura pero muy voluntarioso y endurecido por sus comienzos laboriosos. No había frecuentado la escuela pero su valor intelectual estaba fuera de duda: a la edad de treinta años había publicado un tratado sobre la acuarela.
Más sobrio que verdaderamente severo, había encontrado por sí mismo las más puras concepciones de aquello que puede ser llamado “digno de un hombre”: actuar y vivir sin pretenciones ni brillo era su regla de vida, el cumplimiento del bien era su primer deber, como así también estar presto para socorrer, pero siempre con discreción y sin ostentación alguna. Todo esto era consecuencia de su moral muy puritana como buen practicante de la religión luterana.
Imaginémonos un espíritu muy recto en el que la ironía era algo extraño. Muy apegado a su arte, compartía su vida entre su atelier y su hogar, una vida sin fantasía, sin distracción, la modestia era la regla en todas sus acciones.
A la noche, la familia se reunía y el padre cuidaba de sus hijos, les enseñaba a leer. Deseaba dotarlos de una instrucción por encima de la “común vulgaridad”, obedeciendo en este aspecto los principios de Jean Jacques Rousseau quien era estimado, en esa época, en los lugares cultivados de Europa.
Hahnemann cuenta que a veces su padre lo encerraba en su habitación, al partir hacia la fábrica, para que meditara sobre un proverbio o una sentencia difícil. A su regreso, el niño debía rendirle una pequeña exposición:
Así, decía el padre, se aprende a reflexionar”.
La madre de Hahnemann, dedicada a los trabajos del hogar, aparecía un poco ensombrecida frente a este padre autoritario. Era una mujer inteligente, de una sana prudencia, que cumplía su rol de madre con una incomparable maestría.
Sabía atemperar la brusquedad de Christian-Gottfriedt y suavizar su severidad. Poseía esa habilidad muy femenina que consistía en guiar a su marido pareciendo obedecerle. Era un alma sublime en la que la bondad era el carácter primordial.
Sus tres hijos encontraban en ella un refugio lleno de ternura; ella era el árbitro conciliador en las pequeñas discordias.
Un dia Christian.-Gottfried decidió que su hijo estaba en edad de ganarse la vida y lo empleó en un almacén en Leipzig. Hahnemann tenía entonces 12 o 13 años. Había crecido con la alegría del estudio y su naturaleza lo impulsaba hacia altos destinos. Este cambio brusco y sin transición fue para su alma sensible una decepción intolerable.
Pocos días más tarde el niño se escapó, a pesar de las amenazas y la cólera paterna. Secretamente volvió a su hogar, donde permaneció oculto por su madre. ¿Como preparó ella a su marido para este retorno inesperado?
Nadie lo sabe, pero ella supo apaciguarlo y obtuvo el perdón para su hijo preferido.
En su inmensa bondad. Ella tenía debilidad por Samuel, niño prodigio, que a los 12 años leía textos en griego.
Imaginemos ahora lo que Hahnemann tenía en su familia: la autoridad del padre, la bondad de la madre, la más grande simplicidad en los gustos, la austeridad de las costumbres, una fe cierta, el espíritu de orden y economía, y el gusto por el trabajo asiduo.
Hahnemann tuvo su educación primaria en su casa. Las reuniones nocturnas lo habían dotado de elementos rudimentarios: leer, escribir, contar. Pero él, estaba ávido de conocimientos.
Desde que pudo leer y comprender, reclamó libros. Desde los ocho años, su lengua materna no tenía secretos para él.
Su pensamiento se abría, su espíritu se enriquecía con tantas cosas nuevas con una maravillosa facilidad. Las meditaciones forzadas que imponía su padre habían dado sus frutos. El padre tenía la intención de imponer un deber al niño pero, para éste, no era más que un divertimento por la riqueza de su vida interior.
Su infancia se rodeó de grandes contemplaciones porque era un niño débil. Recién a los 10 años fue a la escuela y parecía, entonces, apenas poder sostenerse sobre sus pies. Desde el comienzo mostró dones sorprendentes: una página leída era retenida, una explicación era comprendida de inmediato y había que frenar su ardor por lo frácil que le parecían los trabajos.
Durante las horas de reposo, con un libro en la mano, se aislaba de los niños bullangueros, Sin duda, amaba el estudio, pero era enclenque, no podía correr sin perder el aliento y algunos pensaban que no viviría mucho.
Se podría pensar que era objeto de burlas por parte de sus compañeros de escuela peleadores y traviesos; al contrario, imponía respeto a todos; lejos de envidiarlo, lo admiraban y trataban de igualarlo.
El azar dio al niño la guía esclarecida que supo encaminar sus preciosas disposiciones y llevarlas hacia su pleno rendimiento. El profesor de la escuela, Muller, comprendió a este espíritu infantil con una clarividencia incomparable, sin él, posiblemente, Hahnemann hubiera sido un genio frustrado.
Una personalidad se dibujaba en el niño y el maestro la dejaba evolucionar. El niño era independiente y él le daba toda la libertad.
Dos años más tarde, Hahnemann traducía el latín y el griego a libro abierto.
“A los doce años, escribe él, mi maestro me dejaba explicar los primeros elementos del griego a mis compañeros, durante mi pequeña exposición, me escuchaba gentilmente y su mirada me expresaba su satisfacción”.
El don más grande de Hahnemann fue sin ninguna duda el de los idiomas. Algunos años más tarde, dominaba el francés, el inglés y el italiano con la misma facilidad que su lengua materna.
Todos aquellos que palidecen con el estudio del latín, comprenderán mejor todavía el legítimo orgullo del buen maestro Muller.
Él rodeaba al niño de un tierno afecto presintiendo para él el más brillante futuro.
Sajonia, en esa época, sufría los estragos de la guerra de siete años. Las hordas de Federico II de Prusia impusieron su orden en la provincia.
Sus generales, de paso por Meissen, hicieron amplios botines de las ricas porcelanas. De un dia para otro, la manufactura aniquilada amenazaba con desaparecer. Esta situación significaba la ruina para Christian-Gottfried.
Desde hacía algunos meses, el padre comenzaba a preocuparse vivamente de ver que su hijo era tan apegado a sus libros. Él hubiera querido darle una base sólida y el escolar hubiera superado sus esperanzas.
Lo que importaba ahora era darle al niño “un trabajo más lucrativo que el de sabio”. Los problemas materiales que lo agobiaban, no hacían más que reforzar esta resolución.
El padre trató de atraer al niño a su atelier, pero él no sabía ni trazar un círculo ni comprendía nada sobre la armonía de los colores.
En varios intentos, Hahnemann tuvo que dejar la escuela para ocupar diversos empleos, pero el trabajo manual le disgustaba. No podía ser de otra manera con sus finas manos, sus hombros estrechos y su cráneo tan voluminoso.
Con el fin de poder estudiar a escondidas, modeló un candelero de arcilla, se acostaba con los libros disimulados bajo las mantas y trabajaba durante la noche sin que su padre se diera cuenta.
Las reprimiendas que Christian-Gottfried pudiera hacerle al respecto, le eran indiferentes, su espíritu navegaba fuera de las esferas materiales, él soñaba con las letras, la literatura y las ciencia
El buen maestro Muller estaba afligido de ver a su brillante alumno tomar un camino poco conforme a sus disposiciones.
Como el venía de ser designado director de la escuela principesca, se valió de su nuevo prestigio para presionar a Christian-Gottfried sobre su hijo.
La madre, que había comprendido las promesas del futuro, desplegó toda su diplomacia y supo convencer a su marido. Una súplica dirigida al duque de Sajonia, tuvo una respuesta favorable: Hahnemann, hijo de plebeyo, fue admitido entre los jóvenes nobles de la escuela de Saint Afra como alumno particular de Muller.
Dada la precaria situación económica de Christian-Gottfried, el príncipe decretó que los últimos años de estudio de su hijo fueran gratuítos.
De esta forma, el genio de Hahnemann creció a pesar de los obstáculos que se oponían a su desarrollo.
Hahnemann tenía 16 años cuando entró en Saint Afra. Muy personal para soportar las reglas, Muller le permitió evolucionar al grado de sus caprichos: se trazaba él mismo su trabajo, asistía a algunos cursos y luego, su amor por los libros, se alimentaba en la rica biblioteca de la que estaba dotada la escuela.
Ya impregnado de la cultura antigüa, el adolescente se inclinó por el estudio de las lenguas, se inició en la química y se interesó en la mecánica y en la astronomía.
Para sacar más provecho de sus últimos años de estudio, se impuso hábitos sabiamente razonados:
“Me importaba mucho –dijo- asimilar lo que leía, leer poco pero bien, y clasificar todo en mi espíritu antes de ir más lejos”.
Igualmente, para mantener su perfecto equilibrio, se daba esta disciplina física:
“Yo no olvidaba proporcionar cada día a mi físico, por el movimiento y el ejercicio al aire libre, esa energía y ese vigor, que es capaz de mantener la tensión continua del espíritu”.
Vemos asparecer ya el espíritu innovador de Hahnemann en esta simple regla de higiene que nuestra época, enamorada del deporte y del naturismo, no sabría desconocer.
Cuatro años de trabajo metódico y reflexivo hicieron de Hahnemann un lingüista eminente y un fino letrado. Dejó Meissen a los 20 años.
Antes de su partida, testimonió su gratitud a sus maestros en una disertación escrita en latín según el uso:
La sorprendente construcción de la mano humana.
Algunos años más tarde, él sería la gloria de la escuela principesca. Su director, Muller, que había presentido el porvenir, conservó hasta su último suspiro un tierno recuerdo de su alumno preferido, así lo manifiesta la madre de Hahnemann en una carta dirigida a su hijo:
“….Yo he visto a tu maestro Muller, escribe ella, él está muy apenado…..algunos alumnos de su nueva clase le han faltado el respeto. Escríbele, que eso será un consuelo para su herida.
Cada vez que lo encuentro, él me habla de ti y te envía sus saludos afectuosos”.
De esta forma concluyó su juventud, sin alegría. A pesar de los múltiples problemas de su infancia, su corazón permaneció sensible y afectuoso.
Toda su vida él recordó con amor y respeto a sus primeros maestros, a los benefactores de su adolescencia y a su padre.
Él se complacía siempre en evocar la noble fisonomía de Christian-Gottfried con su moral austera suavizada por la benevolencia, y que él imitaría siempre como primer deber.